El Secreto de la Seu Vella

Escrito por Rebecca Raider


Esta es la historia de unos huesos. Sí, así como lo oyes, unos huesos…

Estos huesos fueron encontrados en Lérida, en la Seu Vella (La Catedral Vieja) por unos restauradores en 1990, mientras hacían un trabajo de reconstrucción.

No es extraño encontrar osamentas humanas en la Seu Vella, ni a sus alrededores, porque a través de los años, la hermosa Catedral ha sido testigo de muchas batallas.

Lo que hace a estos huesos especialmente interesantes, es que estaban dentro de un escondrijo entre las grandes piedras que sirven de cimientos para la puerta de los apóstoles.

Su ropa estaba en un excelente estado de conservación y en sus bolsillos encontraron algunas de sus pertenencias, entre ellas algunas monedas de diferentes regiones.

Asida en su mano tenía una espada.

Para los arqueólogos estaba claro que no se trataba de un entierro. Más bien, llegaron a la conclusión de que este hombre encontró la muerte allí mismo, donde se encontraron sus huesos.

Permítanme contarles como era este hombre que tuvo la desventura de nacer y vivir en una época sombría. Y de cómo llegaron estos huesos al lugar donde fueron encontrados casi 600 años después de su muerte.

Su nombre era Diego nació en 1337, en un pueblo a la orilla del mar en Portugal.

Desde muy pequeño aprendió a trabajar duro y era muy emprendedor. Era un buen cazador, tenía una gran habilidad con el arco. Atinaba al blanco la mayoría de las veces.

Aprendió mucho de negociaciones comerciales, mientras acompañaba a su padre en el puerto.

Probablemente habría tenido una vida tranquila, de no ser porque cuando contaba con solamente 10 años tuvo que enfrentarse a una de las situaciones más terroríficas de su vida.

Una oscura noche, el silencio se quebró con unos gritos desgarradores y Diego se despertó sobresaltado. Estos gritos de dolor provenían de las viviendas vecinas.

Diego sintió mucho miedo. Ya había escuchado a los hombres del puerto hablar de plaga y de lo terrible que era. Sabía perfectamente que esos eran gritos de muerte.

La peste había llegado al pueblo y se extendió muy rápidamente. Solamente unos días después, Diego ya había perdido a 3 de sus hermanos y a sus padres.

De su familia solo le quedaba su querido hermano mayor Mateo. Quien era su compañero de aventuras y además su mentor en la caza y otras habilidades.

Cuando Mateo empezó a tener fiebre, Diego trato de cuidar de él. Intentó bajarle la fiebre poniéndole paños mojados en la frente. Se preocupaba de alimentarlo y mantenerlo lo más cómodo posible.

Había visto a su madre haciendo lo mismo con sus hermanos, aunque sin ningún resultado, pero eso no lo hizo perder las esperanzas.

Diego pasaba todo el tiempo posible junto al camastro de su hermano. Cuando los bubones negros en el débil cuerpo de Mateo empezaron a supurar, Diego se dedicó a limpiarlos, a pesar de la pestilencia que emanaba de ellos y las náuseas que le provocaban.

Trato de buscar ayuda, pero en el pueblo cada familia afrontaba una situación similar o peor. Todo era caos, muchos pensaban que era el Apocalipsis. Ya la gente no podía ni enterrar a sus muertos.

Salir a buscar ayuda era tan aterrador como quedarse en casa. Finalmente, después de días extenuantes, Mateo exhaló su último aliento. Diego vio que en el rostro de su hermano ya no había sufrimiento. Supo entonces que había muerto…

Allí, solo en medio de aquel silencio, por fin Diego lloró… Lloró por sus padres, lloró por sus hermanos, lloró por los amigos… Pero principalmente lloró por Mateo.

Salieron tantas lágrimas de sus ojos, que se le agotaron por completo. Se quedó dormido del agotamiento.

Cuando despertó se percató de que el pueblo estaba desolado, todo lo que se veía era dolor y muerte. Además, el hedor de la plaga era insoportable. Los cuerpos de los muertos se descomponían en sus casas.

Así que Diego tomó la decisión de irse tan lejos como le fuera posible. Se aprovisionó con lo que pudo. Tomo el caballo y la carreta de su padre y partió en busca de nuevos rumbos.

Así empezó un viaje sin retorno. Pasaba la mayor parte del tiempo entre los bosques, aprendió a disfrutar de su soledad. De vez en cuando iba a alguna aldea y cambiaba pieles para cubrir algún menester que tuviera.

Pero la peste parecía siempre ir un paso delate de él. Por esto trataba de pasar el menor tiempo posible en los pueblos. Aunque se rozaba con muchas personas diferentes, Diego no se permitía trabar amistad con nadie.

Cada vez era más difícil comerciar en las pequeñas aldeas, esto fue lo que llevó a Diego a ir a Sevilla.

El sol caía sobre el horizonte cuando Diego alcanzó las puertas de Sevilla. Desde lejos, la ciudad era impresionante. Las murallas bañadas en tonos dorados, las torres del Alcázar alzándose como centinelas vigilantes.

Pero la ciudad también había sido golpeada por la peste. Muchas casas estaban tapiadas y muchas otras marcadas con cruces en las puertas. Impactantes visiones para un joven que nunca había estado en una gran ciudad.

Diego estuvo el tiempo suficiente para saber que en sus buenos tiempos Sevilla tuvo que haber sido un crisol del comercio. Y se imaginó como se vería cuando estaba llena de vibrante actividad.

Pasó unos días allí y volvió a su soledad.

Finalmente, después de varios años la peste dio tregua y empezó a ceder. Contra todo pronóstico Diego logró sobrevivir a la peste negra. Y se convirtió en un joven gallardo.

Cuando Diego tenía 16 años, se dispuso a ir a Toledo. Al atravesar la