Mi Vida en Dos Maletas
Dejar atrás todo lo que se ama es una de las experiencias más duras de la vida. Y si a eso, le sumas el hecho de que también se deja atrás todo lo que se conoce, para empezar de cero, en un lugar totalmente desconocido y sin saber cómo irán las cosas, hace aún más extrema dicha situación.
Y sin embargo cada día miles de personas deciden hacerlo. ¿Por qué hacer semejante cosa? ¿Por qué exponerse a tanto sufrimiento?
Bueno, las respuestas a estas preguntas dependen de las personas a quienes se les hagan, y los motivos pueden ser tan variados como lo somos los mismos seres humanos. Historias de guerras, miseria, hambre y persecución suelen ser las fuerzas que mueven a las personas que se deciden a emigrar y aventurarse a lo desconocido.
Mis razones no se cuentan entre las antes mencionadas, pero igualmente fueron poderosas; tanto como para obligarme a dejar mi hogar en San José – Costa Rica y obligarme a desplazarme miles de kilómetros a Lérida – España.
Pasé varios meses preparándome para hacer este viaje. Cada día dedicaba varias horas a escoger entre de mis pertenecías, aquellas cosas que sería imprescindible llevar conmigo. Tengo que estar agradecida con Dios porque no dejaba absolutamente todo atrás, como les ha tocado hacer a muchos otros emigrantes. Además, tampoco iba a emprender este viaje sola: mi esposo y mis dos niñas pequeñas de nueve y cuatro años también venían.
Al llegar el día de partir ya había logrado deshacerme de muchas cosas, sin embargo, no era igual con los sentimientos. No quise hacer grandes despedidas, ni tampoco muy emotivas, quería sentir que pronto vería a mis seres queridos de nuevo. Después de algún tiempo me arrepentí profundamente de esta decisión, porque efectivamente, esa fue la última vez que vi a algunas personas importantes para mí.
Llegamos a Lérida un día de invierno, en el que la famosa Boira (niebla en catalán), hacía gala de su poder, impregnando la cuidad de una fina capa de humedad y cortándole el paso a los rayos del sol. Ese año, el invierno fue particularmente intenso y la Boira se adueñó de la cuidad por varios meses. Algunas veces me sentía como uno de los personajes de la película “Los Otros” de Alejandro Amenábar. Sentía que estaba atrapada en un estado incierto del que no era del todo consciente. Quizás entre la vida y la muerte.
Caminar por el casco antiguo de la cuidad leridana era una experiencia sobrenatural para nosotros. Entre calles estrechas y empedradas, rodeadas por edificios antiguos algunos con hermosas fachadas. Tan diferentes a las calles de las cuidades de Costa Rica. Era justo como estar dentro de una película.
Nuestro hotel, estaba ubicado en plena calle mayor, era un edificio histórico y claro, no tenía ascensor. En nuestra habitación había un bonito balcón con un gran ventanal, lo separaban de la habitación dos puertas de madera. Aquí había dos poltronas y a mi hija pequeña le encantaba estar allí. De hecho, llamada a su padre para tener conversaciones privadas con él allí a diario. Poco tiempo después de que lográramos conseguir un piso y mudarnos del hotel, lo cerraron; actualmente sigue así. Un testigo mudo de nuestra primera incursión en esta ciudad.
Una de las cosas que más nos llamaban la atención era la Seu Vella (la vieja catedral). Una edificación imponente que dominaba el paisaje desde la más alta colina. Junto a la Seu se encuentran los vestigios del castillo del Rey. Nunca habíamos visto una construcción humana que tuviera tantos años. Nos dejaba mudos, cuando la veíamos aparecer entre la boira. Esta experiencia mágica, también lo era para nuestras pequeñas. Tanto es así que nuestra hija pequeña corría a esconderse cada vez que escuchaba sonar unas campanas. Cuando le preguntamos porque lo hacía, nos respondió que era porque tenía miedo de que se la llevará un dragón. Lo entendíamos perfectamente, porque incluso nosotros esperábamos que algo sobrenatural sucediera. En ese momento yo no lo había notado, pero el dragón sí que existía, vivía dentro de mi alimentándose de mis miedos y robándome el sueño por las noches.
Encontrarme en medio de una cuidad desconocida en la que se hablaba otro idioma, hacía de las cosas más insignificantes, grandes hazañas. La comunicación con los locales era muy difícil, porque, aunque nos hablaran en español, no les entendíamos. Las mismas palabras no significaban lo mismo. Entramos en un café para desayunar, pedimos un menú y el camarero nos dijo que no había sino hasta la hora de la comida. Nosotros nos referíamos a la carta y el camarero a una serie de platos que se pueden pedir juntos y que normalmente incluyen bebida y postre. (Lo entendimos varios días después).
De beber, pedimos dos cafés y dos chocolates calientes para las chicas y de comer escogimos algo de repostería que había expuesta en una vitrina. Cuando nos llevaron las bebidas, las chicas no lo podían creer, realmente era chocolate derretido en taza. Para ellas fue una grata sorpresa. Lo disfrutaron mucho y yo agradecí ese momento. Uno de mis grandes temores era que se nos acabará el dinero que traíamos y no tener conque alimentarlas, o donde dormir. Dentro de mis medidas de precaución había traído en el equipaje dos mantas, una para cada una de mis pequeñas, por si fuera necesario dormir bajo un puente. Cosa que no hubiera servido de mucho, así como los abrigos que traíamos tampoco eran suficiente para el invierno leridano. Claro en Costa Rica no existe el invierno y nuestra ropa era liviana apta para la primavera o el verano. Pasamos mucho frio.
En el ir y venir del aeropuerto una de las maletas quedo seriamente dañada así que decidí buscar una bolsa de un material resistente para guardar las cosas que venían en la maltrecha maleta. Así que empezamos la incursión por la calle mayor, donde conviven en armonía el pasado y el futuro. Algunas tiendas que tienen lo último de la moda, están ubicadas sobre alguna ruina histórica que se expone para deleite de los clientes. Entramos en una tienda de una famosa marca, porque en la entrada tenían unas grandes bolsas de tela que me parecieron estupendas para lo que necesitaba. Cuando llegue a la caja con la bolsa, la cajera me miró extrañada y me dijo que la bolsa estaba vacía. Yo le respondí que sí y se quedó perpleja. ¿Qué es lo que quiere entonces? Me dijo. Y yo le contesté que la bolsa. Todavía un poco incrédula por mi petición, me explicó que las bolsas eran para llenarlas con las cosas que uno iba a comprar y que no se vendían. Salí muy avergonzada de la tienda. Mi esposo aún se ríe de mi cuando recuerda la escena.
Otro mal entendido lo tuve con el chico de la recepción del hotel. Necesitábamos cargar nuestros dispositivos, eran importantes para las búsquedas de trabajo y vivienda. Pero las tomas de corriente del hotel eran muy diferentes a los enchufes de nuestros dispositivos. El voltaje en España es de doscientos veinte voltios, mientras que en Costa Rica es de ciento diez, eso lo habíamos averiguado de antemano, pero no la diferencia de los enchufes. Le pregunte al chico y me dijo que en el hotel había unos adaptadores pero que ahora mismo los tenían otros huéspedes y no tenía más. Me enfadé un poco porque entendí que era cosa del hotel, y así ahorraban un poco en la factura de la electricidad. Mientras nosotros pasábamos un mal trago ante la impotencia de no ser capaces de buscar cosas tan necesarias como un apartamento o un trabajo. Que apenada me sentí cuando descubrí que todas las tomas de corriente son así aquí y no era una treta del hotel para aumentar sus ganancias.
Y es que para mí todo era muy difícil, había salido con mucho dolor de mi casa en Costa Rica y me había visto obligada a tratar de proteger mi familia, creo que si le sumamos eso a todo lo que ya pasaba por mi mente, para mí era como si la Boira también nublara mi visión del mundo y mis pensamientos. Seguramente por esa razón, cuando pedíamos una dirección y nos decían que debíamos llegar al paso de cebra, yo veía a estos hermosos animales paseando por las calles. Claro que entendía que era improbable, tanto como que llegara el dragón a por mi pequeña hija, pero mi cabeza no funcionaba con normalidad y me jugaba bromas. Encontrarme en un lugar nuevo, que parecía salido de alguna película sin conocer a nadie, resulto ser más duro para mí de lo que pensaba. De repente veía algún rostro familiar y por instantes me engañaba a mí misma. Muchas veces corrí tras alguno de esos rostros, solo para descubrir que no era quien yo pensaba y me quedaba allí de pie tratando de comprender lo que pasaba; con lágrimas en los ojos.
Ahora después de escuchar muchas historias de otras personas que también llegaron a Lérida por azares del destino, me consideró una persona privilegiada por haber podido emigrar con mi familia. Porque se han vuelto mi fortaleza y son la razón por la que intento superar los obstáculos que se presentan cada día. Pero no puedo evitar echar de menos a aquellos seres queridos que se quedaron en Costa Rica, sobre todo porque me sentía responsable de cuidar de ellos y ocupan un gran espacio en mi corazón. Algunas de esas historias que he escuchado aquí, hablan de la soledad y de cómo tuvieron que dejar a sus amores y a sus hijos en su tierra natal. Un precio muy alto que algunos han tenido que pagar justamente para darles a esos seres amados una vida mejor.
Con el paso del tiempo nos hemos adaptado. Han pasado diez años desde que llegamos aquí. Mis hijas ya son más de aquí que de allá. Ellas se han adaptado mucho mejor que nosotros, hablan muy bien catalán. La pequeña ya no recuerda nada de Costa Rica, espero algún día no muy lejano poder llevarla de paseo. Hubo un tiempo en que cuando le preguntaban cuál era su nacionalidad decía que era una tiquesa. Su cabeza hacia procesos adaptativos y para ella era natural pensar que si decíamos que éramos ticos un gentilicio adecuado para ella era tiquesa. Muchas veces tuve que enfrentarme al hecho de que no entendía lo que mi pequeña me decía. Cuando me contaba lo que aprendía en la escuela lo hacía en el idioma en que a ella se lo explicaban. Por lo que decidí tomar un curso de catalán. Pero a pesar de eso a veces la comunicación no fluye como debería.
Con mi hija mayor las cosas han sido más complicadas. Un choque de culturas y una adolescencia acrecentaron la distancia entre ella y yo. Espero que las cosas entre nosotras mejoren con el tiempo. Mi esposo por su parte también ha tenido que adaptarse. Aquí su experiencia laboral y estudios no han servido de nada. Su primer trabajo fue en el campo “donde se trabaja mucho y se cobra poco” por lo que físicamente le paso factura. Estudio, y se convirtió en un técnico solar, ahora trabaja en eso. Se que le preocupa no poder traer el sustento a casa por eso siempre está aprendiendo cosas nuevas. Es un gran hombre, estoy muy orgullosa de él y de todo lo que ha cambiado con tal de mantener nuestra familia unida.
Aunque no sé lo que nos depara el futuro. De lo que sí puedo estar segura ahora es: que emigrar es una experiencia que te hace crecer como persona. Y descubrir tus debilidades y fortalezas. Yo no creía ser una persona de grandes apegos y resulto que si lo era. Después de sobre llevar todos los cambios y enfrentarme a mí misma he aprendido mucho sobre mí. Cuando emprendí el viaje que me trajo aquí, no sabía cuánto amaba la lluvia y la falta que me haría la humedad de Costa Rica. Tanto que físicamente sentí su ausencia. Entre otras cosas aprendí que puedo reinventarme. Aunque aquí hemos tenido muchos reveses y hemos tenido que luchar contra prejuicios, también hemos hecho buenos amigos. También he aprendido que después del invierno llega la primavera. He disfrutado muchísimo del fabuloso espectáculo de la floración de los árboles frutales. Y aunque el verano es muy caliente, también hace los días más largos. He visto también los bellos colores que trae el otoño. Poco a poco he ido aprendiendo a comunicarme. Ahora veo con mayor claridad las cosas y la Boira ya no me hace sentir atrapada. Creo que la reconozco como un rasgo temporal de esta tierra que me ha recibido y me ha aceptado. Entiendo porque los leridanos están orgullosos de ella. Ciertamente después de muchos días de Boira se aprecia más el brillo del sol.